Fácil cosa es escribir pensamientos acerca de
tal o cual Escritura, pero las palabras se vuelven contra uno para decir: —¿
Y tú?
Un
día, después de ser salvado y conocer al Señor por más de dieciséis años, me
encontraba yo en mi cámara de oración, y recuerdo que demoré bastante en poder
entrar a ese lugar en oración donde todo se acalla y él está. Pero había
llegado. Me había tomado unas dos horas batallar hasta allí, pero lo había
logrado. Llegué a Su Presencia y adoré Su Nombre. Y tras algunos minutos me
levanté para irme, ya dejando mi tiempo de oración, cuando de pronto sacudió mi
interior la voz del Señor. No oí ningún sonido, pero mi alma grabó cada palabra
que él dijo ese día:
—Tú
no me amas.
Yo
no podía creer que Jesús me estuviese diciendo eso. Primero me defendí pensando
que era idea mía, que no podía haber sido la voz del Señor. él no habría dicho
eso.
Pero
mi espíritu tenía esas palabras marcadas, y yo sabía que había sido él.
Entonces, shockeado, le pregunté:
—Pero, Señor, ¿cómo
dices que no te amo, ¡si acabo de permanecer luchando en ora ción contra todas las oposiciones que venían contra mí ,
en mi mente y en mi alma, sólo porque quería llegar ante tu trono, a Tu
Presencia!
—Tú no me amas, porque
viniste hasta Mí para gratificarte a tí mismo. Porque amas la atmósfera de este
lugar, y porque quieres poder decir, orgullosamente, ¡que luchaste y llegaste!
Pero conmigo no has pasado ni cinco minutos y ya te vas. Yo no soy tu deleite.
Llegar era lo que querías, no a Mí.
—Tú no me amas a Mí.
Quedé
como en estado de shock por tres meses después de esas palabras. No fui más a
orar, porque me sentía inmundo por la bajeza de mis motivaciones. No me atrevía
a extender mis manos al cielo, porque desconfiaba de mí mismo.
él
tenía razón, mi lucha no había sido por llegar a Su lugar para estar con él,
sino por pura gloria para mí mismo.
El Espíritu de Dios
luego de cierto tiempo me empezó a mostrar cómo mi corazón podía engañarme,
haciéndome creer que todo estaba bien, pero, en realidad, mi camino era camino
de muerte. Pasados los tres primeros meses, siguió un periodo de casi tres
años, en que no pude restablecer mi comunión con el
Señor. No porque él no quisiera, sino porque yo no lograba recomponerme de lo
tremendo de mi condición. ¡Yo había estado yendo ante Su misma presencia con
eso en mi corazón por años!
Lentamente
el Espíritu Santo me mostraba, que si bien yo creía bien, con sana doctrina, en
Jesús como mi Salvador, eso no había pasado de ser tomado como un tecnicismo.
Como que para entrar al cielo había que creer en él, sino no se podía entrar.
Como si el sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz, con lo que eso significó al corazón del
Padre, y con la entrega que significó para el Hijo que descendió de Su Trono de
Gloria para beber esa copa por mí fuese apenas un requisito legal que
debía ser aceptado por los hombres para poder ser salvos y entrar con él a Su
Reino.
En
los dieciséis años que yo ya conocía al Señor, él me había guiado por diversas
pruebas de mi fe, me había enseñado a confiar en él, me había bendecido con
Logos y con Rhemas, me había bautizado en Su Santo Espíritu, y me había
concedido ofrecer parte de mi mecha para ser quemada en obediencia a Su
Voluntad. ¿Se da cuenta por qué no podía creer aquellas palabras? El Señor me
hizo entender que lo que había en mi corazón era llegar a las puertas del cielo en aquél día cuando
sea mi turno, con mis brazos carga dos de obras
realizadas. Todas ellas hechas con las herramientas de Dios, sí, nada de
eso obra de la carne. Todo por obra y poder del Espíritu Santo, pero el que las
había hecho era YO. La gloria era mía.
Cuando
me preguntaran por qué pensaba que debía ser aceptado en Su Reino, yo les
mostraría todas esas obras. Que fueron hechas gracias a Su Poder. Me presentaría
a la puerta y diría:
—Mira Señor todo lo que
pude hacer en tu Nombre. Todas estas obras fueron hechas por Tu poder...
El
Señor me hizo ver esa escena de mí dando esa explicación ante el portero del
Reino, y sucedió que cuando yo estaba hablando, aquél me interrumpe:
—¿Y
qué de Jesús?
—Ah, si, gracias a él
soy salvo y creo que puedo entrar a Su Reino.
—¿Nada
más?
—Estee... Y... no, nada
más... ¿Qué más? Bueno, está también todo esto que pude hacer con Sus
herramientas, para él. ¿No es suficiente?
—¿Y qué de Su Gloria?
Aquí en el cielo toda la gloria es para Jesús, y tú traes esto y la gloria es
tuya. No hay lugar para eso que traes. Está bien que lo hayas hecho con Su Espíritu y con Sus dones, pero es todo tuyo, no le pertenece a él.
Yo no tenía más
palabras. Estaba vencido. Había luchado toda la vida convencido de algo, pero
equivocado. Creí que habían sido los caminos de Dios, pero mi corazón me
engañó, llevándome por sendas en las que abrevaban los animales de mi propia
justicia y de mis propios deseos religiosos y de mis propias “misericordias”
por los hombres. Teóricamente yo me había entregado por Cristo para hacer aquí
y allá, pero en realidad, había vivido para mí mismo, usando a Dios. Me había
negado a muchas cosas, pero no le dije ¡Basta! a mi yo. No lo había incluido en
Cristo. Solamente había “robado” (como decía el Pastor Manzewitsch en su
mensaje) la bendición de la
Salvación por la
Cruz.
No
sé qué habría sucedido con mi vida si Jesús no me hubiese dicho esas palabras,
pero hoy tengo que decir, que ¡Jesús me salvó del infierno! Y creo que Ud. lector entiende lo que digo.
No solamente por la obra de la
Cruz, sino por haberme advertido a tiempo del engaño que
estaba viviendo. ¡Jesús me salvó dos veces!...
Pasé
un gran dolor en mi corazón, por mi y por Cristo. Lloré por mí, todavía
encapsulado dentro de mi orgullo, porque no lograría tener m propia gloria y a Jesús a la vez, y lloré porque Jesús por
causa de mi pecaminosidad no podía tener lo que era de él, Su gloria y
mi vida y mi corazón. Lloré y pedí perdón a mi Dios por ser como soy, y Le
rogué que, ya que su amor me había alcanzado mostrándome mi estado, y ya que su
paciencia había estado siempre presente cuando yo me presentaba ante él en
aquella condición, que me concediera poder amarle sólo a él. Que me concediera
entregarle a él lo que efectivamente le pertenece, y que me permitiera entrar
en algún lugar junto a Sus pies. Empecé a pedirle que me diera mi vasija.
Pedí
perdón por dar más importancia al Cuerpo de Cristo que al Cristo del Cuerpo, y
lamenté mucho reconocer que me contaba entre las cinco vírgenes insensatas. Y
le rogué que me diera poder tener el espíritu de amor por el Esposo que
tuvieron las cinco vírgenes prudentes, que jamás quedarían vacías esperando al
Esposo, porque tenían al Esposo siempre con ellas.
Yo puedo decir —totalmente seguro en mi
propio corazón— que es posible ser un cristiano, bautizado en el Espíritu de
Dios y trabajando para el Señor, y a pesar de ello, no amarle a él.
No hablo del sentimiento
amor, ni tampoco de las emociones del amor, sino de la esencia del amor, que hallamos en aquél verso que dice:
“De tal manera amó Dios al mundo, que dio
a Su Hijo...”
El verdadero amar es darse, entregarse al amado,
a la amada.
Quien busque amar a Jesús tendrá que entrar por esa senda.