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Fácil Cosa Es Escribir...


Las 10 Vírgenes- Capítulo 12 de 12

Fácil cosa es escribir pensamientos acerca de tal o cual Escritura, pero las palabras se vuelven contra uno para decir: —¿ Y tú?

Un día, después de ser salvado y conocer al Señor por más de dieciséis años, me encontraba yo en mi cámara de oración, y recuerdo que demoré bastante en poder entrar a ese lugar en oración donde todo se acalla y él está. Pero había llegado. Me había tomado unas dos horas batallar hasta allí, pero lo había logrado. Llegué a Su Presencia y adoré Su Nombre. Y tras algunos minutos me levanté para irme, ya dejando mi tiempo de oración, cuando de pronto sacudió mi interior la voz del Señor. No oí ningún sonido, pero mi alma grabó cada palabra que él dijo ese día:

—Tú no me amas.

Yo no podía creer que Jesús me estuviese diciendo eso. Primero me defendí pensando que era idea mía, que no podía haber sido la voz del Señor. él no habría dicho eso.

Pero mi espíritu tenía esas palabras marcadas, y yo sabía que había sido él. Entonces, shockeado, le pregunté:

—Pero, Señor, ¿cómo dices que no te amo, ¡si acabo de permanecer luchando en ora ción contra todas las oposiciones que venían contra mí , en mi mente y en mi alma, sólo porque quería llegar ante tu trono, a Tu Presencia!

—Tú no me amas, porque viniste hasta Mí para gratificarte a tí mismo. Porque amas la atmósfera de este lugar, y porque quieres poder decir, orgullosamente, ¡que luchaste y llegaste! Pero conmigo no has pasado ni cinco minutos y ya te vas. Yo no soy tu deleite. Llegar era lo que querías, no a Mí.

—Tú no me amas a Mí.

Quedé como en estado de shock por tres meses después de esas palabras. No fui más a orar, porque me sentía inmundo por la bajeza de mis motivaciones. No me atrevía a extender mis manos al cielo, porque desconfiaba de mí mismo.

él tenía razón, mi lucha no había sido por llegar a Su lugar para estar con él, sino por pura gloria para mí mismo.

El Espíritu de Dios luego de cierto tiempo me empezó a mostrar cómo mi corazón podía engañarme, haciéndome creer que todo estaba bien, pero, en realidad, mi camino era camino de muerte. Pasados los tres primeros meses, siguió un periodo de casi tres años, en que no pude restablecer mi comunión con el Señor. No porque él no quisiera, sino porque yo no lograba recomponerme de lo tremendo de mi condición. ¡Yo había estado yendo ante Su misma presencia con eso en mi corazón por años!

Lentamente el Espíritu Santo me mostraba, que si bien yo creía bien, con sana doctrina, en Jesús como mi Salvador, eso no había pasado de ser tomado como un tecnicismo. Como que para entrar al cielo había que creer en él, sino no se podía entrar. Como si el sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz, con lo que eso significó al corazón del Padre, y con la entrega que significó para el Hijo que descendió de Su Trono de Gloria para beber esa copa por mí fuese apenas un requisito legal que debía ser aceptado por los hombres para poder ser salvos y entrar con él a Su Reino.

En los dieciséis años que yo ya conocía al Señor, él me había guiado por diversas pruebas de mi fe, me había enseñado a confiar en él, me había bendecido con Logos y con Rhemas, me había bautizado en Su Santo Espíritu, y me había concedido ofrecer parte de mi mecha para ser quemada en obediencia a Su Voluntad. ¿Se da cuenta por qué no podía creer aquellas palabras? El Señor me hizo entender que lo que había en mi corazón era llegar a las puertas del cielo en aquél día cuando sea mi turno, con mis brazos carga dos de obras realizadas. Todas ellas hechas con las herramientas de Dios, sí, nada de eso obra de la carne. Todo por obra y poder del Espíritu Santo, pero el que las había hecho era YO. La gloria era mía.

Cuando me preguntaran por qué pensaba que debía ser aceptado en Su Reino, yo les mostraría todas esas obras. Que fueron hechas gracias a Su Poder. Me presentaría a la puerta y diría:

—Mira Señor todo lo que pude hacer en tu Nombre. Todas estas obras fueron hechas por Tu poder...


El Señor me hizo ver esa escena de mí dando esa explicación ante el portero del Reino, y sucedió que cuando yo estaba hablando, aquél me interrumpe:

—¿Y qué de Jesús?

—Ah, si, gracias a él soy salvo y creo que puedo entrar a Su Reino.

—¿Nada más?

—Estee... Y... no, nada más... ¿Qué más? Bueno, está también todo esto que pude hacer con Sus herramientas, para él. ¿No es suficiente?

—¿Y qué de Su Gloria? Aquí en el cielo toda la gloria es para Jesús, y tú traes esto y la gloria es tuya. No hay lugar para eso que traes. Está bien que lo hayas hecho con Su Espíritu y con Sus dones, pero es todo tuyo, no le pertenece a él.

Yo no tenía más palabras. Estaba vencido. Había luchado toda la vida convencido de algo, pero equivocado. Creí que habían sido los caminos de Dios, pero mi corazón me engañó, llevándome por sendas en las que abrevaban los animales de mi propia justicia y de mis propios deseos religiosos y de mis propias “misericordias” por los hombres. Teóricamente yo me había entregado por Cristo para hacer aquí y allá, pero en realidad, había vivido para mí mismo, usando a Dios. Me había negado a muchas cosas, pero no le dije ¡Basta! a mi yo. No lo había incluido en Cristo. Solamente había “robado” (como decía el Pastor Manzewitsch en su mensaje) la bendición de la Salvación por la Cruz.

No sé qué habría sucedido con mi vida si Jesús no me hubiese dicho esas palabras, pero hoy tengo que decir, que ¡Jesús me salvó del infierno! Y creo que Ud. lector entiende lo que digo. No solamente por la obra de la Cruz, sino por haberme advertido a tiempo del engaño que estaba viviendo. ¡Jesús me salvó dos veces!...

Pasé un gran dolor en mi corazón, por mi y por Cristo. Lloré por mí, todavía encapsulado dentro de mi orgullo, porque no lograría tener m propia gloria y a Jesús a la vez, y lloré porque Jesús por causa de mi pecaminosidad no podía tener lo que era de él, Su gloria y mi vida y mi corazón. Lloré y pedí perdón a mi Dios por ser como soy, y Le rogué que, ya que su amor me había alcanzado mostrándome mi estado, y ya que su paciencia había estado siempre presente cuando yo me presentaba ante él en aquella condición, que me concediera poder amarle sólo a él. Que me concediera entregarle a él lo que efectivamente le pertenece, y que me permitiera entrar en algún lugar junto a Sus pies. Empecé a pedirle que me diera mi vasija.

Pedí perdón por dar más importancia al Cuerpo de Cristo que al Cristo del Cuerpo, y lamenté mucho reconocer que me contaba entre las cinco vírgenes insensatas. Y le rogué que me diera poder tener el espíritu de amor por el Esposo que tuvieron las cinco vírgenes prudentes, que jamás quedarían vacías esperando al Esposo, porque tenían al Esposo siempre con ellas.

Yo puedo decir —totalmente seguro en mi propio corazón— que es posible ser un cristiano, bautizado en el Espíritu de Dios y trabajando para el Señor, y a pesar de ello, no amarle a él.

No hablo del sentimiento amor, ni tampoco de las emociones del amor, sino de la esencia del amor, que hallamos en aquél verso que dice:

“De tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo...”

El verdadero amar es darse, entregarse al amado, a la amada.

Quien busque amar a Jesús tendrá que entrar por esa senda.

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